Rafael Escudero Alday–Profesor titular de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid
Ilustración de Enric Jardí
En septiembre de 2011 se aprobó la Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, que mejoró sustancialmente las prestaciones y ayudas contenidas en la de 1999. A su vez, la última legislatura ha confirmado el fracaso de la Ley de Memoria Histórica de 2007, incapaz de garantizar los derechos de las víctimas del franquismo mientras sus victimarios se mueren en la cama. Una ley que actualmente se encuentra a merced del Gobierno y de la mayoría parlamentaria de una derecha reacia a condenar el franquismo y reparar a sus víctimas.
La Ley de Víctimas del Terrorismo parte del carácter político de la violencia terrorista, la cual busca “subvertir el orden constitucional”. En consecuencia, la reparación y restitución integral no ha de limitarse al plano personal y familiar, sino que debe extenderse al ámbito político y, por tanto, colectivo: reconocer a sus víctimas como una referencia ética para el sistema democrático, al simbolizar la defensa de la libertad y del Estado de derecho frente a la violencia terrorista y constituir una herramienta esencial para su completa deslegitimación. De ahí que en la ley se hable no sólo de justicia y dignidad, sino también de memoria e, incluso, de construir un relato de “memoria colectiva” que contribuya a difundir los valores democráticos.
La argumentación es impecable. Pero, lo que repugna a la cultura democrática es que este planteamiento no se llevara a cabo hace apenas cinco años cuando se legisló, con más sombras que luces, la restitución de la dignidad de las víctimas de la dictadura. Conscientemente se evitó hablar entonces de memoria histórica, utilizándose en cambio los conceptos de memoria personal y familiar, para extraer así del imaginario colectivo el relato de los daños sufridos por quienes defendieron la democracia frente al golpe de Estado franquista. Unas personas cuya victimización también se debió a razones políticas. ¿O es que no fueron reprimidos por sus ideales democráticos y lealtad a la causa republicana? Entonces, ¿no merecen un reconocimiento institucional al más alto nivel como ejemplo y enseñanza para las generaciones venideras?
Esta diferente concepción tiene consecuencias en el estatuto jurídico de unas y otras víctimas. Las medidas dirigidas a las víctimas del terrorismo superan en cantidad y calidad a las reservadas para las del franquismo. De entrada, en términos económicos, ya que la indemnización por daños sufridos es manifiestamente superior en el caso de las primeras. Además, la ley de 2011 incorpora un amplio catálogo de prestaciones de carácter sanitario, psicológico, educativo, laboral y social, así como un reconocimiento de tipo institucional y simbólico que incluye la realización de actos oficiales de conmemoración, el otorgamiento de los más altos honores del Estado, la creación de un centro para la memoria o la solemne declaración de un día de recuerdo y homenaje. Este catálogo brilla por su ausencia en el caso de las víctimas de la dictadura. A sus allegados –que también son víctimas– no se extienden las prestaciones de las que sí son beneficiarios los familiares de las del terrorismo. Lejos está el Estado español de satisfacer las obligaciones internacionales que le incumben en cuanto a las víctimas de graves violaciones de derechos humanos: verdad, justicia y reparación.
El relato de la democracia española cuenta con otro importante vacío, como es el relativo a la violencia política producida en los años posteriores a la muerte del dictador; una violencia cuyas cifras en términos de muertes, daños físicos y psíquicos, torturas o detenciones ilegales contradice abiertamente esa imagen “modélica” de la Transición vendida durante muchos años por la intelligentsia oficial. Fueron muchos los atentados contra los derechos de las personas cometidos con una clara intencionalidad política (generar un clima de terror que paralizara el proceso democrático) y llevados a cabo por agentes del Estado, de sus fuerzas de seguridad o por personas y grupos parapoliciales amparados o tolerados por aquellos. El sufrimiento de sus víctimas ha permanecido oculto durante mucho tiempo debido al contexto de impunidad que presidió tales acciones e impidió su investigación. Todavía hoy faltan instrumentos legales que rehabiliten su memoria y reparen el daño causado. Por un lado, la Ley de Víctimas del Terrorismo niega el carácter de “terroristas” a buena parte de las acciones violentas realizadas en ese periodo; por otro, la Ley de Memoria Histórica ampara a estas víctimas de una manera exigua y reducida, limitándose a regular una indemnización por muerte o lesiones incapacitantes ocurridas hasta octubre de 1977 y ocultando lo sucedido en años posteriores.
En suma, no hay razones que justifiquen un estatuto diferente de las víctimas de unas u otras graves violaciones de derechos humanos. Hechos de igual gravedad y similar motivación han merecido una respuesta legal diferente, rompiendo el principio de igualdad de trato consagrado en la Constitución. Además, la menor protección de las víctimas del franquismo agudiza su desamparo y contribuye a garantizar la impunidad de unos crímenes que son, al igual que los del terrorismo, imprescriptibles. Mientras el relato de todas las víctimas no tenga cabida y reconocimiento en el espacio público, el de la democracia española será un discurso incompleto o, lo que es peor, selectivo.